—¿¡Qué hice mal...!?
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La pregunta retumbó en los oídos de Adrián, que miraba por el rabillo del ojo a su madre, quien permanecía de cuclillas en el piso, llorando, corriéndose el maquillaje, arrugando el hermoso vestido de encaje que se había comprado para celebrar Navidad. El muchacho apretó los puños y endureció el semblante, ignorando el dolor que sentía en su pómulo hinchado. Tomó una profunda bocanada de aire, se despegó de la pared y caminó hasta el comedor. Su papá se había ido a su habitación.
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Observó con detenimiento la mesa. Estaba desalineada, pero mantenía intactas las copas, los platos y cubiertos, y en la punta yacían un vaso de cerveza a medio terminar con una botella de litro vacía. El mantecol estaba tirado en el piso, las garrapiñadas dispersas sobre el mantel, unos sánguches de miga abiertos. Apagó el horno, pues el solomillo ya debería estar cocido. Tomó el encendedor, acomodó unas sillas que hacían de péndulo bajo la mesa, abrió una ventana para que escapara el aire viciado del ambiente. Oía el eco de cada uno de sus pasos, y del distante llanto de su madre envolver la casa. Salió al patio, lo azotó una brizna fresca sobre la piel sensible, se acomodó la camisa y prendió un cigarro.
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—Qué navidad de mierda...
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Eran las 23:45. Como todos los años, había llovido para esa fecha. Tras varios días de calor húmedo, la noche estaba regada de fresco petricor. Observó un sapito acercarse al charco que se formó en medio del patio. Arqueó las cejas de apático asombro por la existencia del animal. Sentía la cara pegajosa por el sudor seco, se frotó la mano libre por los ojos, nariz, frente, y apoyó los dedos sobre la hinchazón del pómulo izquierdo, ardía. "Qué piña te comiste, pelotudo..." pensó. Apagó la colilla con un dedo, la metió en la caja de cigarros y sacó otro. Los grillos iniciaron su estridulación, su madre habría dejado de llorar, o dejó de oírla en ese momento, para dar lugar al reggaeton de la casa contigua y la cumbia de la casa de enfrente. Sus manos se ponían frías, llegaba a su espalda un etéreo escalofrío. Se puso el veneno en la boca y se encorvó para prenderlo con la menor presencia de viento a su alrededor, acción suspensa en el tiempo, desganado ya de esperar que, después de la tregua, existiera la posibilidad de un cambio, un consuelo. Su mirada indiferente pasó del tabaco a la nada profunda en ese baldío que llamaban patio. Su mano volvió el cigarrillo a la caja.
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Detrás suyo, desde el comedor, llegaba a sus oídos el sonido de los cubiertos y la mesa siendo acomodados, las sillas corriéndose, alguien barriendo, alguien más abriendo envolturas de plástico. Alguien sirviendo la mesa. A su nariz llegaba el tierno aroma de la carne, quedaban 5 minutos para las 12.
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—Hijo—murmuró Esther desde la puerta—...vamos a hacer el brindis.
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Adrián la miró por el hombro, hastiado.
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—¿Para qué, mamá?-cuestionó.
—Somos una familia, Adri...
—¿Y mi papá lo sabe?-dijo tras una risilla espasmódica.
—Adrián...ya está, no quiero que sigamos peleando.
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El joven se volteó a verla, su rostro de indiferencia se convirtió en sorpresa. Estaba impecable, como si no hubiese pasado nada a su rostro, ni sus brazos, ni a su vestido. Inhaló profundamente y apretó los labios, conteniendo su dolor. Su madre acercó su mano hacia su mejilla moreteada y deslizó sus dedos con maquillaje sobre el hematoma.
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—Disculpame, hijo...después del brindis ponete hielo, ¿Si?
—No tenés que disculparte, ma—tomó su mano entre las suyas—...vamos a la mesa.
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Cruzaron el umbral de la puerta, y para el joven significó ingresar a un sueño extraño. El aire aún rebosaba de una calidez pesada, la luz áurea evocaba en las opacas paredes siluetas sólidas e informes del aparador, el ventilador de pedestal, la mesa y, en la punta de esta, Javier; provisto de un fino pantalón azabache y una sobria camisa salmón, dotado de una sonrisa cínica y una mirada ausente, que lánguido se irguió de su asiento para servir las copas, e invitó a su familia a reunirse a su lado.
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Esther sirvió la cena. Adrián sentía su latir desbocado, a medida que sus dedos tomaban la copa de la mano de su padre. Quedaba menos de un minuto. "¿Cómo hacés para mantener esta farsa, mamá...?" se preguntó mientras la miraba, prístina y serena, asir la copa en alto.
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—Bueno, mi estimada familia-aludió Javier—, doy gracias a Dios por esta noche especial. Hénos aquí, juntos, unidos, con la dicha de tener todo esto que tenemos, de permitirnos una vida digna...
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Adrián contuvo sus ganas de gritar. Sus ojos se entornaban en dirección a su copa.
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—Solo me resta decir—sentenció el padre, en un ademán con su copa—: los amo, feliz navidad.
—Salud.—Respondieron madre e hijo.
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Adrián abrazó a su madre. El instante fue etéreo, mas albergaba los pedazos rotos de ambos, y un "te amo" débil que hizo caricias al oído del joven. La mujer se dirigió a su esposo y se besaron. Adrián no los vio, pero a sus espaldas percibía el abrazo, las patas de gallo que se formaban en los ojos de aquél hombre, la amplia sonrisa en ese rostro angular, los murmullos de una mentira, o de una verdad incomprensible para él por su naturaleza.
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—Adrián, feliz navidad.
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El joven se volteó hacia Javier y se acercó lentamente a corresponder a sus brazos extendidos. Era un abrazo hueco.
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—Te quiero mucho, hijo.
—Yo no voy a seguir tu juego, papá.
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Se separaron, el hombre sostenía aún los hombros de Adrián con sus robustas manos. Observó en su hijo un rostro inescrutable, sonrió nervioso, y retrocedieron el uno del otro lentamente.
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En las calles comenzó la orquesta de estruendos, los cielos se llenaron de luces y colores festivos. Puertas adentro, la tregua terminaría cuando otro corcho de botella fuera disparado por Javier.
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