Red
En una calle principal, con acera a ambos lados, casitas de pueblo y alguna que otra tienda dispersa entre tanto ladrillo blanco y naranja, dos idiotas (uno más que otro) se detienen para cruzar y entrar en un pequeño bazar.
Al cruzar la puerta suena una campanita. Típico. El mostrador se encuentra al fondo, y para llegar hasta él tienes que atravesar un pequeño laberinto de estantes llenos de bollería y comida basura o precocinada, que viene a ser lo mismo.
—Chocolate —indico.
—¿Eso es lo que quieres? —Continúo inexpresivo—. ¿Alguna preferencia?
—Busca en el último pasillo una variedad llamada Rack, blanco y con almendras.
—¿En serio?
Desvío la mirada a otro lado.
El idiota número cero, alias la jirafa, va a buscar lo que le he pedido que busque. Desde mi posición, bloqueando la entrada, veo cómo va apartando paquetes de magdalenas y fijándose en varias tabletas. Supongo que está lo bastante despistado como para no darse cuenta de que esa marca me la acabo de inventar.
Giro mi cabeza hacia el mostrador. El dependiente está sorprendentemente animado. Será nuevo. Me aclaro la garganta. Le hago señas con la mano derecha y señalo al idiota.
—¡Hey, ese tío está intentando robarte!
Solo estamos nosotros tres, así que Jack de inmediato se asoma por encima de los estantes.
—¡Es mentira!
El dependiente, para lo animado que estaba sacando brillo a sus gafas, se las coloca, sus orejas se tornan coloradas, y exclama:
—¡Más te vale que sea así, chaval! —Y salta por encima de la barra para acercarse a Jack.
Este se queda en el sitio. Es de pura potra que lleve una sudadera sin bolsillos y unos vaqueros simples.
—Vacíate el pantalón.
—De acuerdo. —Y procede a hacerlo.
Al tiempo que ellos están concentrados en demostrar su inocencia y asegurarse de no perder mercancía en vano, camino con sigilo hasta estar detrás del dependiente, como para atestiguar el acto.
—¿Ve? No he robado nada.
Ahora toca la parte desafortunada.
La jirafa lleva la mochila del insti, que mira por donde, tiene más bolsillos que un chaleco militar.
El dependiente también lo ha notado.
—No me jodas, chico.
Le hace dejar la mochila en el suelo y comienza con agilidad y paciencia a revisarla mientras Jack a su lado vigila que no encuentre inconvenientes.
Yo, tras cinco segundos contados como seguro, alargo mi brazo hasta la sección de Milka y me hago con dos tabletas de oreo pequeñas. Las escondo en silencio dentro de mi chaqueta. Al segundo intento, Jack me intercepta con la mirada, pero en lengua de signos le digo:
—Una sola palabra y te quedas sin historia.
Cuando el hombre acaba por concluir que no hay nada de su tienda entre las pertenencias de la jirafa, se disculpa con él y se da la vuelta para dirigirse a mí.
—Por favor, no vuelvas a decir algo así sin estar totalmente seguro, ¿sí?
En pocas situaciones agradezco que mi apariencia me dé menos años de los que realmente tengo. Esta es una de ellas.
—Lo siento mucho, supongo que me precipité un poco.
—No pasa nada. Bueno, ¿ibais a comprar algo?
—No —respondemos al unísono.
Al salir de la tienda, río al recordar la cara que puso el tío tras saber que no iba a ganar nada después de ese follón.
—¿Cómo se te ocurre hacer eso? —me cuestiona mi acompañante en silencio.
—¿Es la primera vez que eres cómplice de un robo?
—Y la última.
Río más fuerte.
Esa ha sido buena. La gente siempre afirmará frente a los demás que está a favor de mantener su pureza, de estar en el lado de la moneda que la sociedad llama bien. Sin embargo, este hecho que cualquiera tacharía de malvado, para mí es bueno. ¿Y si no tengo dinero para permitirme este chocolate pero me estoy muriendo de hambre? ¿Estaría en ese caso injustificado que haya tomado un producto sin cumplir con el previo acuerdo social de pagar por él?
—¿Te gusta el capitalismo? —le pregunto.
—No —me responde.
—Si es así, ¿por qué te quejas?
—Estás dando por supuesto que soy socialista.
—¿Y no lo eres?
—No.
—Ahí lo tienes.
—¿El qué?
Me entrelazo las manos detrás de la cabeza.
—La triste realidad —resoplo.
Sigo caminando. Estamos atravesando la plaza del pueblo. A la izquierda está la iglesia, no es muy imponente, pero destaca por estar completamente hecha de piedra.
Me detengo. La jirafa se ha quedado muy atrás.
—¿Por qué te paras? Estamos donde querías. No voy a narrarte el cuento sentadito en un banco como un viejo.
No me contesta. Está con la cabeza gacha.
Ando con la lentitud de un caracol hasta él.
—Podrías haberme dicho que eras autista.
—No lo soy.
—¿Entonces qué coño haces? ¿Masturbarte mentalmente?
—No, joder. Estaba pensando en lo que dijiste.
—¿Arriba el comunismo?
—¿Qué? No.
Me quedo pensativo.
—¿Arriba el anarquismo?
—No recuerdo siquiera que nombrases el anarquismo.
—Tus padres no te lo querían decir, pero yo te lo confirmo: tienes pérdida de memoria a corto plazo.
—Cállate. —Suspira—. Siento como si hablase con el hombre más estúpido y más inteligente del planeta a la vez.
—Tal vez son la misma persona.
Esta vez sonríe.
—La realidad es como tú dices que es. Suponemos tantas cosas que a la mínima que alguien esté en tu contra proclamas que está en lo más extremo del otro lado. Y a lo mejor sencillamente cambiaría la bombilla roja de tu lámpara por una rosa.
—«En la fe hay luz para ver pero oscuridad de sobra para dejar ciego», dijo Edward Teach en Piratas del Caribe. Tenía razón.
La jirafa no parece entenderme.
—Yo no cambiaría el rojo de tu bombilla —empiezo a explicarle—. Me gusta el rojo. Solo cambiaría el paquete en el que vaya a ser entregado. ¿No crees que sería más apropiado envolver con elegancia una lámpara que es para alguien con poder? —Dejo que reflexione un momento y me respondo a mí mismo—: Esa es la oscuridad. La parte “negra” de la moneda, conocida comúnmente como mal. Es injusto, ¿verdad? Que esta sociedad piense así, que se mueva por el poder, juzgue por las apariencias, y condene por los prejuicios e intereses. Solo la cantidad adecuada de dinero puede salvarte; si no la tienes, eres hombre muerto. Así era en la época oscura precedente a la Ilustración. Y así sigue siendo a día de hoy.
Hago una pausa. Jack no se mueve.
—«Al nacer, lloramos porque entramos en este vasto manicomio» —canturreo.
Él suelta una carcajada.
—Te gusta mucho William Shakespeare —comenta.
Una jirafa culta.
—Mi solución —prosigo—, sería dar a cada persona un paquete distinto. Evidentemente cada persona es única, así es que deberíamos recibir cosas únicas. He ahí el error que cometen las empresas y los políticos. No es que me tengas que tratar mejor porque tenga más dinero; es que me tienes que tratar de una forma u otra porque yo lo prefiero así. ¿Captas?
—Pero es imposible que todos nos conozcamos o que todos quieran hablar de sus preferencias.
Hago como que no le he oído.
—Es tan fácil como tratar de ser un poco empático con cualquiera. —Me quito uno de mis audífonos y se lo tiendo—. Toma, te lo regalo.
—Pero lo necesitas más que yo.
—¿No lo aceptas?
—No.
—¿Por qué no? Es un regalo que te hago con toda mi alma. He estado esperando este momento desde que hace años recibí estos audífonos y una pitonisa me dijo que tendría que entregárselos a un chico rubio de ojos grises.
Jack sonríe de nuevo.
—Eres igual que Kai. Mis ojos son verdes, no grises.
Ignoro ese dato perturbador.
—Jack, por favor, acepta este presente de mi parte. Sin él seré capaz de vivir una buena vida aunque tenga que ser insultado sin saberlo por gilipollas, que por cierto abundan; o tenga que comunicarme siempre por escrito porque mi voz me pondrá en ridículo frente a todo Dios. No podré siquiera enamorarme por miedo al rechazo, porque desde mi infancia me apartaron por ser diferente; hasta los iguales a mí con esta discapacidad me despreciaron por ser pobre y no hacer nada al respecto, tan solo resignarme en mi miseria. ¿Aceptarás este regalo para convertirte en el detonante de mi suicidio?
La jirafa está sin palabras. Logra articular un «No».
—No creo que un vagabundo vaya a soltarle un discurso así al tío de la tienda para que le dé una botella de vodka —añade.
—No me sorprende que sigas sin entenderlo. La cuestión no es la calidad de persuasión del pobre, sino la capacidad de identificación con el otro del rico.
—Y si crees en todo eso, ¿por qué no lo pones en práctica?
—¿Acaso cumplió Dios con lo que obligó a Jesucristo a predicar? Yo solo soy un sobre que lleva un mensaje. Un papel por sí solo no puede cambiar el mundo, lo hace la persona que lo lee.
—¿Soy la primera persona que te lee?
—Quién sabe. Te recuerdo que estoy podrido hasta la médula. Acabo de robar en una tienda y ni siquiera estoy cumpliendo el juramento que hice.
—Ese juramento es inválido. Admitiste que era mentira, tal que así. —Signa lentamente «Soy un mentiroso».
Arrugo el entrecejo.
—¿Has vivido la satisfacción personal que se siente al hacer algo que te encanta sin tener en cuenta las consecuencias y repercusiones con tu entorno?
—Seguramente no.
—Yo sí. Soy especial; en el bueno y en el mal sentido. En el peor de los horribles. Por eso sé más que tú, y te daré un maravilloso consejo: la verdad está sobrevalorada. Las mentiras son lo mejor que hay. Y por eso no has de fiarte de mí, de mi palabra. Porque soy una de las pocas personas que le ven la belleza a las mentiras piadosas. Una de las pocas que son capaces de hacerte ver algo que para nada es fiel a la realidad. Y solo para verte sonreír. Exacto. Por beneficio propio, sí. Pero, ¿a qué es bonito? Sí. ¿A que elegirías vivir feliz en la falsedad? Sí. ¿Que por qué? Porque quiero. ¿Que si estoy mintiendo ahora mismo? Sí.
Tras un lapso de tiempo en el que Jack supongo que intenta ponerle un comienzo y un final a todo mi alegato, después de todo es difícil seguir mis hábiles gestos; se entrelaza las manos como un villano cutre de serie y entre risas me dice:
—Definitivamente hice bien en seguirte. ¿Quieres ser mi amigo, Red?
¿Disculpa? La última vez que dejé a mi lengua bailar tanto, me sugirieron que visitase a un psiquiatra. ¿Qué te ha hecho pensar que soy conveniente en tu vida?
—No.
—¿Por qué no? Sé empático conmigo. Solo tengo dos amigas, bueno, una y media. Me mudé a este pueblo el año pasado y no conozco a casi nadie más. Podrías llenar mi vacío corazón con tu sabiduría.
¿Eso ha sido una broma?
Lo empujo lo más fuerte que puedo con mis brazos.
—Me voy —aclaro, y me doy la vuelta.
—¿Adónde?
—A sacarme el carné de piloto. He visto que las lámparas se reparten en camiones. Será divertido arrollar unos cuantos para joder a tres o cuatro burgueses. A lo 11-S.
ns 172.71.255.4da2