—¡Has tardado! Tú nos diste la orden de estar aquí al alba, ¿recuerdas?
—Me disculpo, me disculpo. Había de hacer algo.
—Nada te servirá de excusas —deja muy claro tu hermana.
—¿Qué me he perdido?
—¡Nada! —exclama ella como si fuera obvio—. ¿Qué estás esperando para hablar tú?
—Perdonadme de nuevo. —Intentas sonar serio, pero te sale entre risas—. De acuerdo. Os ilustro. Estas reuniones se deben a la necesidad de llevar un registro.
—¿Un registro de qué?
—De nuestras situaciones de cercanía con nuestros respectivos humanos. Queremos respuestas sobre por qué estamos aquí cuánto antes, ¿no? Empieza tú si quieres, hermano, que tan callado te veo. —Lo señalas.
Él se acerca. Llevaba todo el tiempo en una esquina del suelo, ajeno a esos otros dos fantasmas que poco parecían tener que ver con él.
—El señorito es un bobo de cuidado, de los que nada más acelerar ya van a matar. Ayer me divertí chinchándolo, menos cuando dos hombres de lo más sospechosos aparecieron molestando.
—Eso es culpa mía.
Los dos miráis a vuestra hermanita.
—Explícate —le pides, y miras fugazmente a tu hermano, que admite con un gesto que nada más hay por su parte—, te paso el turno de palabra.
—Mi turno, por fin. Ayer mi dama y yo estábamos en sus aposentos esperando un té que nunca llegaría.
—¿Por qué nunca llegaría?
—Porque yo convencí a las sirvientas de que no lo trajeran, ¿no es evidente? —Ninguno respondéis. Ella continúa—: Mi plan era asustarla con esos dos.
—¿Los que irrumpieron a nuestro hermano y al príncipe?
—¿Y serían también aquellos que al rey perturbaron? ¿Los que parecían de poco bien intencionados?
—¡Y quiénes si no!
—¿Y por qué lo de la tela? ¿Es necesaria para amedrentar a una princesa?
Tu hermano te mira a ti, buscando en tu expresión carente de facciones, si tienes alguna idea de si lo que ha preguntado es cierto.
Sin embargo, estás igual de confuso. «¿Qué tela?»
—Para secuestrarla.
—¿No querías asustarla?
—Por supuesto. Por eso mismo.
—¿Pretendías secuestrarla para asustarla para divertirte?
—No solo para beneficio propio. Podría haberla habido, y te juro que la iba a haber, una moraleja tras todo esto.
—¿Y cuál iba a ser?
—Todavía no la sé. Pero eso es irrelevante ya. Hermano, aún no nos has contado en detalle lo que le sonsacaste al rey.
Ahora te viene a la cabeza que ya no tienes, que cuando el día anterior todos os reunisteis en la sala de estar, no conseguiste decirles a tus hermanos tu progreso con la operación Respuesta, ya que las palabras de la princesa y el consecutivo barullo te lo habían impedido.
—El rey accedió a responderme, pero al final no lo hizo.
—¿Por qué no?
—Porque decía no saber las respuestas a mis preguntas.
—¿Qué formulaste?
—«¿Sabéis quién fui?» «¿Sabéis quiénes fueron mis hermanos?»
—¿Y a ambas se negó?
—Así es.
Tu hermano no habla. Ha vuelto a su esquina. La planta de la torre donde estáis es redonda, pero un enorme cajón negro como los ojos del rey, arrimado a una pared, logra formar un ángulo recto que le sirve a tu hermanito de refugio.
—Hermano. —Te le acercas hasta que la sombra de donde estuvo tu nariz, atraviesa lo que parecen sus no brazos rodeando sus no piernas—. ¿Qué crees que haces?
No te responde.
Das otro paso más hacia él, si es que se le puede llamar así.
Es ahí que tu flotante mano roza el cajón negro. Normalmente no te importaría lo más mínimo atravesar un objeto cualquiera, pero la cosa es que en este eso no funciona.
El mismo escalofrío que te hizo temblar entero por la princesa ayer, se pasea por tu inexistente cuerpo ahora. Crees ver delante de ti dos o tres relámpagos amarillos, que surgen de tu contacto con la madera.
Te alejas enseguida.
—Hermano mayor, ¿qué cariño le tienes a esa pared? —te pregunta tu hermana al verte dentro de los oscuros ladrillos, justo al otro extremo del cajón negro.
—Honestamente, ninguno.
—¿Y por qué la abrazas?
—¿No habéis visto eso?
—No tengo ojos.
Oyes un leve «Je, ji, ja». La extrañísima risa de tu hermano.
—Hablo en serio. Respetadme.
—Yo sí lo vi…
Apareces en un instante de nuevo pegado a él.
—¿Es eso cierto?
—Yo sí lo vi —repite—. A mi hermano mayor temblando como una perdiz.
Esta vez, de fondo hay un inconfundible «Ji, ji, ji» mucho más agudo.
—He dicho que me respetéis. —Suenas un tanto enojado—. Decid la verdad. He podido tocar eso, ¿no lo habéis visto?
—Despierta, hermano, del sueño que estés soñando.
—Mi tono no suena divertido, ¿qué os hace pensar que estoy de carabas?
—¿Tal vez que somos fantasmas, cosas muertas que carecen de sentido del tacto? —Tu hermana habla sarcástica.
«¿Y por qué, no obstante, tenemos sí sentidos de la vista y el oído?»
Te guardas tu duda existencial. Lo importante en este momento eres tú y ese espeluznante cajón.
—Tocadlo y decidme que estoy loco.
—Estás loco.
—Estás loco. Del todo.
—¡Que lo toquéis primero!
Finalmente obedecen casi a regañadientes, como infantes a quienes obligan a hacer algo contra su voluntad.
—Listo, hecho. No ha habido ningún suceso.
—Ni divino si quiera. Nos has mentido. ¡Mentiroso!
Te quedas pensativo, escrutando cada lado del mueble misterioso, pero a una cauta distancia.
—Tengo una idea. Tocadlo pero esta vez a la…
—¡Ah, sí, estás loco!
—¡A locos no escuchamos! ¡Nuestra cordura apreciamos!259Please respect copyright.PENANAULNEVzgcBR