—Érase una vez una gacela. Encerrada y privada suspiraba. Y érase una vez un león. Libre y feliz cantaba. Se encontraron, se conocieron, se unieron, se amaron. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El príncipe lo mira con repulsión. «Este fantasma está de todo menos cuerdo».
—Joven príncipe que asqueado me mira, ¿no quiere usted saber cómo la historia termina?
—Acabas de terminarla, mequetrefe. ¿No te has oído? «Y colorín colorado, este cuento se ha acabado».
—Ah, pero mi príncipe, eso no siempre significa el final. ¿O acaso ha vivido su solemnidad, engañado hasta la saciedad?
—Déjame en paz. ¿No has de ir donde el rey?
—Ay, no. Mi no persona jamás se acercará tanto a ese hombre. Ese que parece no interesante, que amargado respira, y encarcelado suspira.
El príncipe ríe a carcajada limpia.
—Cierto es, cierto es. —Y le vuelve el rostro serio—. Pero yo no deseo tu compañía. Fuera de mi vista.
El fantasma parece entristecerse, y cabizbajo, se aleja flotando por otro camino del jardín.
El príncipe lo observa hasta que desaparece. Se da la vuelta para continuar su marcha, y se choca de lleno contra algo entre transparente y gris.
Piensa ipso facto que es el espectro, pero resulta ser una larga tela que transportan otros hombres.
—¿Qué es eso y adónde lo lleváis? —los interroga a la vez que detiene.
—Nuestro príncipe, se trata de un encargo del castillo —responde uno.
—¿A nombre de quién?
—De la princesa —dice el otro.
—¿Y se puede saber de qué se trata?
—Son telas de ropaje, mi joven señor. De las que se usan para fabricar trajes tan bonitos como los que la joven dama porta en días de festejo.
El príncipe reflexiona para qué querrá su hermana semejante cosa si son las costureras las que le crean los vestidos. Mas, para hacerse el que desoye los temas femeninos, ordena:
—Retiraos. Seguid con lo vuestro.
Y tras unos asentimientos de cabeza, los hombres reemprenden su ida.
—Qué bien se ha deshecho de ellos, varón —oye el príncipe a su espalda, a su oído derecho—. Firme y convincente casi como un telón.
Al darse la vuelta, ve que el fantasma ha regresado.
—¿A qué te refieres con telón? Mejor dicho, ¿creías que tenías permiso para retornar a mi lado? Ya te he dicho que no te quiero cerca.
—Un telón de los que cierran el espectáculo, iluso, tal como usted ha hecho con esos suertudos.
—¿Es una comparación?
—¿Y qué iba a ser si no, príncipe simplón?
—¡Basta! Si has venido solo para molestar, vete por donde hayas llegado. El rey es un necio, nunca debió haberos dado el permiso para quedaros.
—Permisos, autorizaciones, y consentimientos. ¿Es que su cabeza no puede construir otros pensamientos?
El príncipe se limita a fruncir el ceño. Tras unos segundos hace ademán de irse.
—Veo que sordo sí que está —lo detiene el espíritu—. ¿Acaso no he dicho que aquellos suertudos se dirigen hacia allá?
El rostro del príncipe se torna en un inconfundible «¿Y?».
—Creía que era usted más listo, principito. Solo bromeo, desde el principio supe que aquí el hombrecito era el menos entendido.
—¡Serás… !
—Centrémonos, mancebo. La princesa descansa en paz. Aquellos hombres le llevan la tela. ¿Conocimiento alguno tenía antes de aquella pareja?
El príncipe niega con la cabeza y por fin se percata de la situación: dos hombres desconocidos con una barata tapadera van rumbo a los aposentos donde descansa la hija menor del rey.
Finalmente, ambos, joven humano y sombra fantasmal, se dirigen rápidamente al interior del castillo. Alguno más jubiloso que otro.
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