—A partir de hoy será así.
—¿El qué, mi dama?
—No, no hablaba contigo. —La princesa gira la cabeza hacia el sirviente que aguarda bajo el marco de la entrada al comedor. Este le confirma con un gesto que ha oído su demanda.
—Perdóname —suelta torpemente la fantasmita. Si los espíritus se pudieran sonrojar… 210Please respect copyright.PENANAmoYOJZto8v
Se encuentran en el ala sur del castillo. Todo fue fríamente planeado para no encontrarse bajo ningún concepto con el rey o el príncipe. La princesa ya ha terminado de desayunar, así que se levanta y avanza a paso ligero hacia su dormitorio: necesita cambiarse de ropa antes de asistir a su cita.
Sustituye el voluptuoso vestido verde lima por una camisa abotonada azul ultramar y unos pantalones negros anchos. Se deshace con satisfacción del corsé y el cancán. Por último, se calza unas botas y cubre con un manto oscuro con capucha. Pasará desapercibido.
—¿A dónde te diriges, mi dama?
—No tienes permitido seguirme.
—Quiero estar contigo siempre.
La princesa parece sopesar la opción, pero niega con la cabeza.
—No te preocupes, estarás entretenida. Te encomendaré una tarea.
—¿Cuál, cuál, cuál?
—Busca entre los sirvientes más cercanos al rey a uno llamado Ro. Cuando el Sol esté en su punto más alto, has de conducirlo hasta el acantilado y decirle que cruce el mar.
—¿El mar? Estamos en invierno. Los vivos sois vulnerables al frío.
—Eso mismo quiero que compruebes. Cuenta los segundos que resista antes de colapsar y la distancia que logre alcanzar.
—¡Qué interesante! Pero, aún queda mucho, ¿qué haré mientras? ¡Me aburriré!
—En estos momentos el rey se encuentra conversando con muchas personas que aún no has visto. Echa un vistazo sin intervenir.
—¿Y luego de que yo cumpla todos estos cometidos habrás vuelto?
—No necesitas conocer esa certeza. Cumple mis órdenes —dice con voz grave.
Inmediatamente sonríe. Le da la espalda a la fantasma y se sube a la cama. Al apoyar las manos en el alto cabecero, este gira sobre sí mismo: una puerta oculta. No mira atrás y se escabulle tan rápido que nadie diría que ha estado ahí si no fuera por las prendas tiradas sobre la colcha.
El conducto es estrecho y bajo, pero a medida que avanza a gatas se ensancha y es capaz de ponerse en pie. Está totalmente a oscuras, pero se conoce el recorrido de memoria. Después de girar dos veces a la izquierda y bajar unas escaleras de caracol, se topa con una puerta cerrada. A sus lados hay dos candeleros pobremente provistos de aceite y con solo dos cuerdas prendidas en lugar de velas. Primero comprueba por el umbral que no se encontrará con nadie y empuja con suavidad el portón. Ha ido a parar a las mazmorras. Están en desuso, así que ella las aprovecha como espacio personal. Recorre un pasillo con celdas a los lados hasta llegar a la última de la derecha.
—¿Llego tarde, Ixani? —suspira mientras se baja la capucha.
La diminuta celda está repleta de frascos vacíos y sucios, frascos llenos sobre todo de líquidos coloridos, y libros apilados por las esquinas o colocados decentemente en sus estantes. La vieja mesa de madera del centro no tiene ni un solo hueco libre entre tantas herramientas y artilugios diseñados y creados por ella misma.
Una niña pelirroja y diminuta vestida con una armadura a su medida está sentada bajo la mesa con las piernas encogidas y pegadas al pecho.
—Amahr, ¿los invocaste?
—Sí, sí. ¿Por qué estás ahí debajo?
—Amahr, Daga me ha vuelto a preguntar por qué siempre me salto los entrenamientos opcionales cuando es evidente que me encanta luchar.
—¿Y qué le has dicho esta vez?
—Que he perdido mi lanza favorita y la quería recuperar.
La princesa Amahr deja la capa en un perchero casi imperceptible y comienza a remangarse las mangas.
—¿Las cicatrices de la última vez han desaparecido? —pregunta a la pequeña.
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No. Ya no veo. —Dirige sin saberlo sus apagados ojos hacia la princesa.
—Oh. —La expresión de esta es pura decepción—. Levántate, yo lo verificaré.
Ixani obedece y se despoja de la pechera; la mantiene con una mano mientras con la otra se desabrocha la rejilla metálica que le cubre el cuello, los hombros y los brazos. Lanza ambas piezas bruscamente hacia la celda de en frente, donde revientan dos de las piedras sobre las que aterrizan.
—Veo que Daga te ha incrementado el peso.
—¿Eso ha hecho?
—No eres sorda. Quítate de una vez la camisola.
La niña vuelve a obedecer en el acto. Sus extremidades, pecho plano, abdomen y espalda están cubiertas de moratones, quemaduras, arañazos y cicatrices de hace tiempo.
Los inquietos puños cerrados de la princesa contradicen su calmada mirada analítica.
—Amahr, ¿debería dolerme? Los demás siempre dicen que todos los movimientos que hago son mortales y que tenga más cuidado.
—No lo sé, Ixani. ¿Te duele?
—No noto nada. Oye, ¿dónde están? ¿Estás segura de que los invocaste?
—Sí, niña, lo hice. —Le acaricia con cariño el pelo.
—¿Cómo son?
—Ten paciencia. Muy pronto —asegura con la mirada muerta—, podrás reunirte con tus padres y verlos claramente. —Se gira para preparar otra jeringuilla; es la quinta en tres días—. Te lo prometo.
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