Bajo nubes inquietas se elevaban cumbres de montañas que atendían desde las alturas a una vasta región dominada, en su justa medida, por la rigurosa naturaleza salvaje. Inescrutables bosques, con más leyendas que árboles, parecían alzarse también altos y fuertes hasta los confines del mundo. En las entrañas de su más pura esencia, una infinidad de ríos y arroyos de aguas tan claras como el cielo mismo discurrían a placer y daban de beber a la vida. Aquellas mismas fuentes de sustento que alguna vez se vieron teñidas por la sangre y el ímpetu brutal de valientes e implacables guerreros de la antigüedad.
Los humanos, en su afán por explorar, crear y dominar, moldearon con su vil danza de muerte esta hermosa tierra, para saciarse de la tan perdurable codicia y desquiciada ira que ha reinado sobre ellos desde el inicio de los tiempos. Cada hombre, mujer y niño, ante un peligroso mundo que los asediaba, intentó refugiarse del miedo inconmensurable a lo desconocido, buscando una contestación y un sentido a sus vidas en las creencias que sus ancestros defendían con acero y fervor como verdades ortodoxas.
Durante casi seiscientos años, las diferencias y la intolerancia entre las tribus guerreras que habitaban esta tierra de nadie acarrearon batallas asiduas entre pueblos, que solo dejaban ruina a su paso e incontables muertes para cada bando. ¿Su justificación? Obtener riquezas, mayor poder y tierras para gobernar. Las ideologías de los más fuertes sobrevivieron para afianzarse poco después como «la verdad única entre los pueblos del hombre». Aquellos que sucumbieron ante el yugo de sus conquistadores, se vieron en la obligación de aceptar como creencias incuestionables la manera en la que estos veían fielmente al mundo que los rodeaba; de lo contrario morían de formas que los dioses susurrantes del enemigo consideraran meritoria de su incredulidad.
Hacia el siglo IV del Calendario Occidental, en tiempos más sencillos y salvajes, este extenso territorio en el vientre del Continente del Ocaso era mucho más que un desordenado amasijo de pequeñas tribus que guerreaban sin descanso por la balanza del poder. En eras de beligerancia previas a la Cruz, la humanidad no era el único habitante de este variopinto paraje. Según el saber de los antiguos, una inmensidad de fascinantes criaturas vivía y moría junto al hombre. Casi todas representaban una amenaza acérrima, aunque eventual. Pocas tan dóciles como para consentir el acercamiento de los más curiosos a maravillarse con su majestuosidad generosa; la mayoría, hostiles y tan letales que podían masacrar a una milicia entera por sí solas.
Con el pasar de las generaciones, «la racionalidad comenzó a ganarle terreno a la furia iracunda». Una verdad a medias dejada por escrito por historiadores convencidos, deslumbrados de sus propias circunstancias e incapaces de prever el futuro. Aunque cierto fue que las confrontaciones se aminoraron, una vez ciertos dogmas venidos de ultramar calaron hondo en los corazones y las mentes de la muchedumbre.
Los cinco grandes señores feudales de las Casas Liongborth, Aulsebrook, Sheldrake, Arrowsmith y Ridpell se habían consolidado como las familias más poderosas de la región que posteriormente se unificaría en un reino conocido como Dranova. Los roces y los ceños de división persistieron, nutridos del rencor y del recuerdo de tantas vidas dilapidadas, pese a la aparente prosperidad que sucedía de manera habitual. Para entonces, cada uno de estos pequeños feudos se encontraban bajo un mismo yugo, a merced de la autoridad del arma más poderosa que había existido hasta la fecha: el culto y la fascinación como fanáticos hacia una misma causa.
Los humanos, aún con sus demás desigualdades y conflictos, se aliaron para combatir en contra de toda aquella criatura que discrepara de sus nuevas, pero arraigadas ideologías, denominándolas así, como engendros cuyas simples existencias era un incómodo desprecio hacia sus valores divinos. Fue así como renunciaron a matarse entre los de su tipo, para levantar las armas hacia otros.
En algún momento de la historia, estos cinco jóvenes feudos se vieron en la obligación de compartir sus tierras junto a un innúmero de criaturas de toda índole, común y fantástica. Entre ellas yacían los aberrantes lucifersonsde Wickedforest, los orgullosos centauros de las llanuras del oeste, los pacíficos anthrovulpes de las riveras del sur y los amedrentadores dragones de Black Mountains. Poseían razonamiento y algunos la capacidad del habla, al igual que los humanos, quienes se creían el centro de toda la Creación.
Pero a punta de desgracias, la humanidad comprendió que no todos los animales se doblegarían como ganado ante sus creencias y poderío. La Casa de los Ridpell fue la precursora de una irracional tendencia que desembocaría en la extinción de muchas de estas criaturas «monstruosas» que sin tregua amenazaban con devastar las tierras que por derecho afirmaban pertenecerles. En cuestión de pocas décadas, un esplendor bárbaro disfrazado tras la máscara de un fanatismo abismal transcendió en una masa incalculable de adeptos que dieron sus últimos respiros en mitad de un despliegue de violencia. Sin más justificación que preservar su fe inmaculada y la prosperidad de sus iguales.
Los seres fantásticos fueron siendo liquidados uno a uno, dando así, comienzo al cruento ocaso de su gloria efímera. La raza de los ave fénix, las ninfas, los leprechauns, los metalicántropos y muchas otras, vivieron sus últimos destellos de luz en una devastadora guerra que jamás ansiaron. Los nombres y aspecto de gran parte de estos se perdieron en el olvido y la inmensidad abrumadora del paso del tiempo. Tan solo un número insignificante logró oponerse a la puesta de sol de su legado. Algunas huyeron y otras tantas se escondieron, pero absolutamente todas sufrieron la faceta más oscura de la potestad humana. Y a pesar de que aún se conserven vestigios del estupor mítico del antiguo mundo, ha pasado a considerarse una nimiedad irreversible. Lo que alguna vez hubo sido el resplandor de una brillante estrella en el firmamento, entonces no era más que el débil brillo de un cirio que oscilaba con desvanecerse por la brisa.
Sin tiempo a llorar a sus caídos, la pentarquía siguió su curso, y con ello se sucedieron conflictos a través de las décadas que, por suerte, no hicieron trastabillar la forjada alianza. Habían centrado la vista y sus esfuerzos hacia el último bastión de los infieles que restaba en estas tierras. Porque, a fin de cuentas, toda masa de fanáticos necesitaba de un objetivo común del que diferenciarse y atacar, para cimentar así una unión que ahogase toda discordia que pudiera surgir entre sus filas.
Los celtas representaban una confederación de tribus que se habían mantenido reacios a abandonar sus creencias y cultura en favor de políticas extranjeras; pueblo de una determinación inquebrantable que resistió durante siglos las ofensivas de aquellos que se hacían llamar los más civilizados. Heridos, arrinconados e incluso moribundos, pero nunca aceptando la derrota. Los celtas no tenían miedo a dar la vida en el intento, pues profesaban la reencarnación del alma.
Hacia los albores del siglo décimo, en épocas de Dante el Unificador y su Doncella de Bronce, un arsenal de valía e ilusión esperanzadora en hombres y mujeres surgía de las cenizas de una impúdica tierra de salvajismo, con la intención de llevar a los cristianos a una era de desarrollo sin precedentes que por fin los civilizara. Solo para retornar de súbito al más desesperado terror, cuando aquellos entes titánicos se manifestaron por primera vez durante la víspera del nuevo milenio. Se pensó entonces, que la ira de dios, de cualquiera de ellos, se había cernido sin piedad sobre el mundo, cuando las llamadas Bestiasparecieron emerger del más profundo y putrefacto recoveco de la imaginación de una divinidad de los infiernos.
Como amantes de la naturaleza, los celtas comprendían, o creían comprender, que las Bestias eran criaturas tal y como las hubo en el bosque desde los albores del tiempo. No demasiado diferentes a otros animales que se hubieran dejado ver en su territorio, a pesar de su tamaño y sus facultades para la magia. Después de todo, un depredador cualquiera atacaba si se veía en la necesidad, ya fuera por hambre o por miedo. Y desde un principio, el pueblo de los celtas adoró a estas Bestias, pues eran criaturas formidables y terriblemente poderosas.
Contaba la leyenda que, habían rogado por un arma que impidiera el avance de sus enemigos y que los druidas proporcionaron vidas en sacrificio con las que pagar tributo. Y según la creencia celta, sus dioses, para fieles a otra religión unos simples demonios, respondieron, otorgándoles su favor. Estas tribus no solo brindaron espacio a las Bestias entre sus historias, sino también entre sus deidades.
…
Hoy en día, cuatro siglos después de su llegada, la Capital de Dranova sembraba sus cimientos al este del reino, sobre el extenso litoral con el Heron Sea. Sitiada por un fortificado abrazo de piedra labrada, se alzaban, firmes e imponentes, las murallas grisáceas de más de veinte metros de altura, brindando a su casi medio millón de habitantes una protección de la que solo sus granjeros escapaban.
La ciudad era un mar de tejados de madera que se extendía hasta donde la vista alcazaba a ver, ornamentado por un denso tapiz de hierba esmeralda. Bajo sólidos puentes de piedra sin tallar, fluían ríos de agua dulce que se abrían paso por doquier e impregnaban las calles matutinas con una ligera bruma de agua fresca. Aquellas corrientes que nacían en montañas a kilómetros al noroeste, desembocaban como pequeñas cataratas en el mar por los acantilados de caliza de la costa. Las nevadas de invierno no eran tan duras y lo veranos solían ocurrir más templados que calurosos, pero el bullicio de la ciudad ajetreada permanecía imperecedero durante las cuatro estaciones.
La delincuencia y la miseria era apenas una ingrata remembranza para el grueso de la plebe durante el reinado de su último monarca, Leonor II de la Dinastía Liongborth. Era de las más grandes, y para muchos, también la ciudad más próspera de Occidente.
A principios del otoño del 1338 d.C., se llevaba a cabo en la Capital el 78º Festival Anual de Su Majestad, donde los ciudadanos se aglomeraban cual ganado durante todo el día para pregonar, con derroches de manjares y euforia desbordante, las fructíferas cosechas del verano sucedido. Para aquel entonces, la festividad se había afianzado ya como la tradición más anticipada y aclamada entre los dranovenses. Durante cinco largos y ruidosos días, hombres, mujeres, niños y ancianos, sin importar si eran de la nobleza o humildes campesinos, se reunían en las calles para comer, beber y proclamar su júbilo hasta la saciedad, sin ninguna clase de moderación.
Por su parte, el clero y su multitud de fieles adeptos otorgaban a esta festividad un parentesco santo y venerable, agradeciendo infinitamente con ello, al dios de los cristianos por tan valiosas cosechas, al tiempo que imploraban por misericordia para el prójimo que denigraba la santidad de las ofrendas con sus pecados capitales: las acostumbradas gula, codicia y lujuria de las festividades de otoño.
Sin embargo, de lejos lo más llamativo de las fiestas eran los torneos. Miles de personas, muchas en perfecto estado de ebriedad, se arremolinaban después de cada comida ante guerreros que por oro y gloria competían en contiendas de espadas, tiro con arco, justas y un sinfín de otros eventos, buscando probar su valía y temple de acero. Inclusive, había quienes disfrutaban de ver a hombres gordos concursar por quién consumía más carne y cerveza antes de caerse inconsciente. No importaba que tan prestigiosa o simple fuese la competición, el ganador de cada una recibía oro, alabanzas, y en algunas ocasiones, decenas de pretendientes.
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Extracto de El Libro de Jensen
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